El día de la Tierra es todos los días

Este año los días de Semana Santa transcurrieron de una forma distinta. Un grupo de cincuenta desconocidos nos encontramos para darle un regalo a la Tierra.

En una plaza de Cholila, hicimos la primera ronda y observamos a las personas con las que íbamos a compartir los siguientes días. No sabíamos nada de nadie, pero nos unía la decisión de haber elegido plantar.

¿Por qué plantar? Porque cada quien con su historia llenó un formulario de inscripción ofreciéndose como voluntario para una nueva experiencia con Reforestarg, una organización que nació hace pocos años y crece a pasos agigantados, buscando expandir un mensaje de amor y restauración.

En mi caso, tuve la posibilidad de encontrarme en esa ronda porque fui invitada por Sukha como embajadora, una invitación que fue uno de los regalos más hermosos que me han hecho.

Una vez en Cholila, y habiendo comido algunas empanadas para recarga energías, nos dividimos en camionetas y comenzamos un viaje de una hora, atravesando campos, cruzando arroyos y subiendo cada vez más hasta llegar al lugar que sería nuestra casa durante las próximas jornadas.

Llegamos como una tromba, hablamos, caminamos velozmente de un lado al otro, sentíamos curiosidad por ese nuevo espacio que nos estaba esperando ya provisto de cajas ee comida y fuego.

Bajamos al arroyo y encontramos una ronda hecha con algunos regalos, lápiz, anotador, remera, gorra, y uno de nuestros primeros momentos de interacción fue un trueque improvisado de remeras talle S por remeras talle M y viceversa.

Después de un rato de griterío, y de un momento de presentación de lo que iba a ser nuestro fin de semana, armamos las carpas. Y cuando terminamos, cuando la carpa que seria mi hogar ya estaba montada frente al arroyo, me permití parar. Miré a mi alrededor. El agua adelante mío, las piedras bajo mis pies, la montaña rodeándome. No era la primera vez que llegaba a un espacio como ese. Pero si era la primera vez que lo hacía con tanta gente. Y eso, esa comparativa de experiencias me permitió darme cuenta de que no habíamos sentido el espacio, que habíamos llegado con toda nuestra energía citadina a invadirlo todo, y que para poder llegar, no sólo bastaba con bajar de una camioneta, sino que había que empalmar nuestra energía con la de la montaña. Me quedé en silencio, mirando el agua. Agradeciendo. Sintiendo la tierra. Conectando.

A la noche nos reunimos junto al fuego y esa conexión terminó de enraizar gracias a una meditación grupal y a un documental que nos mostró un poco del trabajo que íbamos a realizar.

Estábamos ahí para hacer un aporte a la naturaleza. Para plantar uno, cincuenta, mil o dos mil árboles, con el deseo de reconstituir un ecosistema destruido por el fuego en el 2015. 

¿Se puede reconstruir un ecosistema? ¿Se puede remediar todo el daño que se ha hecho? ¿Puedo yo, o 50 personas, hacer la diferencia?

A la mañana siguiente salimos a plantar. Cargamos cientos de plantines de ciprés en nuestras mochilas y subimos la ladera de la montaña. Pala, pozo, plantin, ajuste, a seguir.

Pala, pozo, plantin, ajuste, a seguir.

Así  divididos en equipos, fuimos armando bosquetes, grupos de 8 árboles que formaban familias, con la esperanza de que al menos 4 llegarán a la edad adulta y se reprodujeron naturalmente.

A la tarde hicimos el mismo trabajo pero con plantines de cohihue. Se plantaron estas dos especies por ser árboles nativos, que se incendiaron en su momento y que requerían ser reincorporados.

La montaña no estaba desierta, ya pasaron muchos años desde aquel incendio, y otras especies lograron teñir el paisaje de verde y amarillo. Por eso, caminamos en un espacio donde la muerte y la vida conviven. Los árboles quemados siguen de pie, grises y negros, mientras a su alrededor se muestran abuntantes la laura, el radal, el marca caballo y otras especies cuyos nombres no pude retener.

Plantamos, plantamos todo el día, antes y después del almuerzo, veiamos como cambiaba la tierra a distintas alturas, nos cansamos y nos sentimos plenos por el regalo que estábamos haciendo.

Al otro dia volvimos a plantar. Esa jornada ya era más corta y nos agarró con más experiencia encima. Los equipos trabajaban ya mucho más eficientemente, cada quien tenía su trabajo, y en pocas horas cumplimos con nuestro objetivo. En total plantamos 2700 árboles.

Cuando pienso en ellos, en que sus raíces ya se están conectando con las raíces de otras plantas, con la tierra, con la historia de ese suelo, pienso en el gran entramado que nos sostiene. Si bien un árbol plantado hoy, tardará mucho en captar las miles de toneladas de carbono que necesitamos quitar del ambiente, estos árboles que plantamos tienen para mi otra función: son mensajeros. Con cada árbol enviamos un mensaje de amor a la naturaleza. Un mensaje de cuidado, un mensaje de esperanza, porque, como dice la frase de Martin Luther King, “Aunque supiera que mañana el mundo se habría de desintegrar, igual plantaría mi manzano”.

Autora: Natalia Mazzei @ecointensa